
Lo que se cuenta en el filme está bien narrado, gracias a la maña de un director como James Wan, con su experiencia en cine de terror. Está vez no se trata de un exorcismo a una sola persona, sino de exorcizar una casa, sí, una casa entera es la que está poseída: ¡a quien no quiere caldo, dos tazas!
A veces, la presencia enigmática es de espíritus chocarreros; en efecto, bastante crueles. Sin embargo, en otras secuencias, se trata de un asunto del demonio metido en cuerpos ajenos. Es algo discordante, pero lo eficaz es la manera de jugar con opuestos: lo real y lo irreal.
Es así como lo monstruoso se mezcla con lo extraño, lo raro con lo insólito y el susto con el suspenso. En esto, si se nos permite el término, El conjuro es una película fervorosa consigo misma: sabe meter miedo a las personas más candorosas o incautas y atento suspenso a los espectadores más escépticos o recelosos.
Con buen manejo del espacio fílmico y de los decorados (sobre todo dentro de la casa, aunque con algunas soluciones ilógicas, como personajes que se pierden entre paredes y aparecen fácil por las gradas al subterráneo que todos conocen: ¿por qué a nadie se le ocurre buscar por tan manoseado lugar?), con ello y con interesantes movimientos de cámara, se crea la necesaria atmósfera de tensión.








